Al contactar a la administración, se les informó que era un “sensor averiado y sin uso activo”. Sin embargo, al abrirlo, confirmaron que se trataba de una cámara espía.

La pareja compartió imágenes y videos en redes sociales, lo que “rápidamente despertó preocupación y rechazo por la presunta violación de la privacidad de los huéspedes”. La viralización del caso provocó un debate a nivel nacional sobre la seguridad y la confianza en los alojamientos turísticos. En respuesta a la polémica, el propietario del establecimiento, Carlos Loeste, se pronunció afirmando que el dispositivo se encontraba en la sala, una “zona social, no privada”, y que su propósito, cuando funcionó, fue de seguridad, “jamás para violar la intimidad de nuestros visitantes”. Añadió que, para evitar más conflictos, el dispositivo fue retirado, manteniendo únicamente cámaras externas.

Esta explicación contrasta directamente con la denuncia de los huéspedes, quienes sintieron su intimidad vulnerada y manifestaron su temor por el posible uso del material grabado sin su consentimiento.

El caso, que aún no ha derivado en una investigación formal confirmada, ilustra el poder de las redes sociales para exponer malas prácticas y exigir responsabilidad a las empresas, mientras deja en el aire preguntas sobre los límites entre seguridad y derecho a la intimidad.