Por un lado, el presidente Trump ha manifestado públicamente su disposición a conversar “en algún momento” con su homólogo venezolano, afirmando que “es posible que estemos teniendo conversaciones con Maduro.
Veremos cómo resulta”.
Desde Caracas, la respuesta fue inmediata; Maduro declaró estar listo para un diálogo “cara a cara”.
Esta aparente apertura diplomática sugiere una posible vía de desescalada del conflicto. Sin embargo, esta oferta de diálogo se produce en un contexto de creciente hostilidad. De forma simultánea, Trump ha declarado que no descarta el uso de la fuerza en Venezuela e incluso ha mencionado la posibilidad de autorizar ataques contra objetivos en México y Colombia para combatir el narcotráfico. Esta retórica belicista es respaldada por acciones concretas, como un despliegue militar sin precedentes en el Caribe y operaciones antidrogas que ya han resultado en decenas de muertes. La combinación de mensajes contradictorios ha sido interpretada por analistas como una estrategia calculada para debilitar al régimen de Maduro, manteniéndolo en un estado de alerta constante y forzándolo a negociar bajo la sombra de una posible intervención. La Casa Blanca parece estar jugando en dos tableros: uno diplomático, que ofrece una salida negociada, y otro militar, que demuestra la capacidad y la voluntad de actuar si la primera opción fracasa.













