Esta movilización, justificada por Washington como una operación contra el narcotráfico, es vista por Caracas como una amenaza directa a su soberanía y un preludio a una posible agresión armada.
La operación militar estadounidense en el Caribe sur representa una de las mayores demostraciones de fuerza en la región en décadas. Según los informes, el despliegue incluye una formidable flota compuesta por ocho buques de guerra, destructores misilísticos, un submarino de propulsión nuclear y el buque de transporte anfibio Fort Lauderdale. A esto se suma la movilización de aeronaves de combate, incluyendo cazas F-35B procedentes de Puerto Rico, y helicópteros de operaciones especiales del 160th Special Operations Aviation Regiment (SOAR), conocidos como “Night Stalkers”, una unidad de élite que opera en misiones de alto valor estratégico. El presidente Donald Trump ha defendido la operación como parte de una estrategia para “destruir redes criminales” vinculadas al gobierno de Nicolás Maduro. Sin embargo, el Gobierno venezolano ha denunciado la movilización como una “escalada de agresiones” y un “claro peligro para la paz y la estabilidad de América Latina y el Caribe”. El ministro de Defensa de Venezuela, Vladimir Padrino López, calificó la presencia de aviones de combate estadounidenses a menos de 80 kilómetros de sus costas como “una provocación y una gran amenaza”. Esta concentración de poderío militar es interpretada por Caracas y sus aliados no como una simple misión antinarcóticos, sino como una herramienta de presión para forzar un “cambio de régimen” y apoderarse de las reservas petroleras del país.












