Esta maniobra, justificada por Washington como una operación antinarcóticos, ha sido interpretada por Venezuela y otros actores regionales como una amenaza directa a la soberanía y la paz en América Latina. La operación estadounidense en el Caribe representa una de las mayores demostraciones de fuerza en la región en los últimos años. Según los informes, el despliegue incluye al menos ocho buques de guerra, entre ellos destructores de la clase Arleigh Burke, un submarino de ataque de propulsión nuclear y el buque anfibio USS Iwo Jima con 4.500 marines a bordo. A esto se suma el envío de aviones de combate F-35 a Puerto Rico. La justificación oficial de la Casa Blanca es la lucha contra el narcotráfico, apuntando específicamente a redes criminales como el Cartel de los Soles, que Washington vincula directamente con el gobierno de Nicolás Maduro.

Sin embargo, esta explicación ha sido recibida con escepticismo en Caracas.

El ministro de Defensa venezolano, Vladimir Padrino López, ha calificado el despliegue como una “amenaza” y una “guerra no declarada”, mientras que Maduro lo ha denunciado como un plan para forzar un “cambio de régimen” e imponer un “gobierno títere”. La presencia militar no se limita a aguas internacionales; se ha reportado un reforzamiento en bases de Panamá y Guyana, lo que es visto por Venezuela como un intento de cerco estratégico. La situación ha llevado a Venezuela a realizar sus propias maniobras militares, denominadas “Caribe Soberano 200”, en la isla de La Orchila, movilizando a 2.500 efectivos y equipamiento avanzado como aviones Sukhoi Su-30, en una clara señal de que el país se prepara para una posible confrontación.