Ambos líderes utilizan la figura del “enemigo externo” como un eje central para consolidar sus bases políticas internas y justificar sus acciones. Para Trump, Venezuela funciona como una advertencia para su electorado, el “fantasma del desorden socialista” que debe ser conjurado para preservar la grandeza estadounidense. Su ofensiva, enmarcada en la lucha contra el narcotráfico, le permite proyectar una imagen de “mano dura” que resuena con sus seguidores.

Del otro lado, Maduro construye su narrativa de resistencia frente al “imperialismo yanqui”.

El despliegue naval estadounidense es presentado como una agresión directa a la soberanía, un pretexto que le permite cohesionar a sus partidarios, justificar medidas autoritarias y desviar la atención de la profunda crisis económica y social del país. La movilización de millones de milicianos y el discurso de defensa nacional son herramientas para legitimar su permanencia en el poder. Varios análisis señalan esta dinámica de espejo: la retórica de Trump necesita a Venezuela como amenaza, mientras que la de Maduro necesita a Trump como agresor. Esta simbiosis crea una escalada donde el discurso y la acción militar se retroalimentan, atrapando a ambos pueblos en una lógica de confrontación que beneficia políticamente a sus líderes, aunque aumente el riesgo de un conflicto regional.