Ambos líderes construyen sus narrativas políticas en torno a la figura de un enemigo externo.
Para Trump, Venezuela funciona como una advertencia para su electorado: es el “fantasma del desorden socialista”, una pesadilla que justifica su enfoque de mano dura para preservar la “grandeza estadounidense”.
Su retórica nacionalista necesita un antagonista claro, y el régimen de Maduro encaja perfectamente en ese papel.
Del otro lado, Maduro utiliza a Estados Unidos como la encarnación del “imperialismo”, un agresor que sabotea la economía y amenaza la soberanía venezolana. Este enemigo externo le permite cohesionar a su base, justificar medidas autoritarias y desviar la atención de la crisis interna.
El despliegue militar en el Caribe se convierte en el escenario ideal para ambos.
Trump lo presenta como una demostración de fuerza y su enfoque de “poder sobre todo”, mientras que Maduro lo transforma en un símbolo de “agresión imperial” y convoca a la “resistencia patriótica”. De esta manera, la retórica de Trump necesita a Venezuela como advertencia, y la de Maduro necesita a Trump como agresor.
Esta dinámica crea una tensión donde el discurso y la acción se retroalimentan, atrapando a ambos pueblos en una lógica política similar, aunque se presenten como polos opuestos.