Esta dualidad busca proyectar poder y presionar al régimen de Maduro sin incurrir, por ahora, en los altos costos de un conflicto militar abierto. Por un lado, el discurso de Washington evoca la Doctrina Monroe, el principio del siglo XIX que postula a América Latina como la esfera de influencia exclusiva de Estados Unidos.
Frases como las del senador Bernie Moreno, quien afirmó que EE.
UU. no tolerará a un “narcoterrorista” en la región, y el despliegue de una fuerza naval en el Caribe, son interpretadas como una reafirmación de su rol hegemónico en el “patio trasero”. Esta narrativa legitima acciones de presión y justifica el no reconocimiento del gobierno de Maduro, al que califica de “organización criminal”. Sin embargo, la praxis operativa de EE. UU. también responde a una lógica de Realpolitik, basada en un cálculo de costos y beneficios. A pesar de la retórica belicista, una intervención militar directa en Venezuela conllevaría enormes riesgos: costos diplomáticos, una posible escalada regional, impactos humanitarios y energéticos, y una reacción impredecible de aliados de Caracas como Rusia y China.
Por ello, la estrategia se ha centrado en la presión acumulativa: sanciones económicas, aislamiento diplomático, acusaciones judiciales y un despliegue militar disuasivo.
Este enfoque permite a Washington mostrar capacidad de acción sin comprometerse con una ocupación. Como señala un artículo de análisis, la valoración estratégica de la situación revela un panorama “mucho más incierto y menos lineal” que una simple narrativa de invasión inminente, equilibrando la presión simbólica con la prudencia operativa.