El eje central de la oposición a la reforma tributaria no radica únicamente en los nuevos impuestos, sino en la percepción de que el Gobierno busca más recursos para financiar un gasto público creciente y descontrolado, sin implementar medidas de austeridad. Diversos analistas, gremios y políticos sostienen que antes de pedir un nuevo esfuerzo a los contribuyentes, el Ejecutivo debería ordenar sus finanzas y reducir lo que califican como un “derroche”. Artículos de opinión y análisis de expertos señalan que los gastos de funcionamiento del Estado han crecido a un ritmo del 15 % anual entre 2022 y 2026, una cifra desproporcionada frente al crecimiento de la economía, que oscila entre 0,7 % y 2,1 %. El exministro José Antonio Ocampo fue enfático al afirmar que “no tiene ningún sentido proponer una reforma sin proponer un recorte de gastos”, y pidió al Congreso no aprobarla bajo esas condiciones. El Comité Autónomo de la Regla Fiscal (Carf) ha advertido que el faltante de recursos podría llegar a $45,4 billones en 2026, lo que exigiría un ajuste fiscal drástico.
La presidenta del Carf, Astrid Martínez, señaló que el gasto público pasó del 18,7 % al 23,2 % del PIB entre 2018 y 2024, mientras los ingresos apenas subieron del 16,2 % al 16,5 %.
Esta brecha, sumada a una baja ejecución presupuestal en inversión, alimenta la narrativa de que el problema no es de falta de ingresos, sino de una gestión ineficiente y una “burocracia inflada”. Políticos de oposición, como el expresidente César Gaviria, acusan al Gobierno de “ahogar con más impuestos a los trabajadores y a las empresas, con el único propósito de financiar pretensiones burocráticas y clientelistas”.
En resumenEl debate sobre la reforma tributaria está intrínsecamente ligado a la gestión del gasto público. La principal crítica de la oposición es que el Gobierno pide más impuestos para financiar un aparato estatal en expansión, en lugar de aplicar la austeridad y eficiencia que la delicada situación fiscal del país demanda.