Según su relato, el objeto les generó desconfianza al estar fijado al tomacorriente con adhesivo y asegurado con una abrazadera metálica que impedía su apertura. Al contactar a la persona encargada, esta respondió que se trataba de un “dispensador con sensor dañado” y que podían desconectarlo.
Sin embargo, al forzar el dispositivo, encontraron en su interior una cámara espía.
La respuesta del responsable ante el reclamo fue que “estuvieran tranquilos, porque nunca habían tenido problemas con eso”. Posteriormente, el propietario del lugar, Carlos Loeste, se pronunció públicamente, afirmando que el dispositivo se encontraba en la sala, una “zona social, no privada”, y que su propósito había sido la seguridad, aunque ya había sido retirado. Esta explicación no ha sido suficiente para calmar la indignación, pues la grabación de personas sin su consentimiento en un espacio privado de alquiler constituye una grave vulneración de derechos fundamentales. El incidente ha puesto de relieve el temor creciente de los viajeros sobre la presencia de cámaras ocultas en alojamientos turísticos y ha abierto un debate sobre la necesidad de una regulación más estricta y sanciones ejemplares para proteger la privacidad de los huéspedes.