Oficialmente, la misión busca combatir el narcotráfico, pero el calibre del despliegue sugiere motivaciones geopolíticas más amplias.
La operación, descrita como la mayor movilización militar en la zona desde la invasión de Panamá en 1989, incluye tres destructores de la clase Arleigh Burke (USS Gravely, USS Jason Dunham y USS Sampson) equipados con misiles guiados Aegis, un submarino de ataque nuclear, aviones de reconocimiento P-8 Poseidon y un contingente de más de 4.000 infantes de marina a bordo de buques anfibios como el USS Iwo Jima. La justificación oficial de la Casa Blanca es la lucha contra las organizaciones narcoterroristas, en particular el denominado Cartel de los Soles, que Washington alega es liderado por figuras del gobierno venezolano. La portavoz de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, afirmó que Estados Unidos está preparado para “usar todo su poder” para frenar el flujo de drogas. Sin embargo, múltiples analistas y voces críticas señalan que la composición de la flota es desproporcionada para operaciones antinarcóticos, que suelen depender más de labores de inteligencia y guardacostas. Se argumenta que los buques de guerra y los marines están diseñados para escenarios de “confrontación estratégica” y que su presencia es un “instrumento de acción directa y descarada” contra el gobierno de Nicolás Maduro, buscando precipitar su desgaste y caída. La operación, que se desarrollará en aguas y cielos internacionales, es vista como una clara proyección de poder que busca intimidar al gobierno venezolano y enviar un mensaje de disciplinamiento a toda la región, reactualizando la doctrina del “patio trasero”.