El Departamento de Justicia de Estados Unidos imputó formalmente al exdirector del FBI, James Comey, por los delitos de perjurio y obstrucción a la justicia. La acusación, que se produce tras una intensa presión pública por parte del presidente Donald Trump, se centra en el testimonio que Comey rindió ante el Congreso en 2020 sobre la investigación de la presunta interferencia rusa en las elecciones de 2016. Comey, quien fue despedido por Trump en 2017 y se ha convertido en uno de sus críticos más prominentes, fue acusado por un gran jurado federal de mentir bajo juramento. El presidente Trump celebró la noticia en redes sociales, describiendo a Comey como “uno de los peores seres humanos” y un “exjefe corrupto del FBI”.
La imputación fue impulsada por Lindsey Halligan, una fiscal federal recién nombrada que anteriormente fue abogada personal de Trump.
Su predecesor, Erik Siebert, había dimitido tras concluir que no existían pruebas suficientes para presentar cargos.
En respuesta, Comey se declaró inocente y afirmó en un video: “Mi familia y yo hemos sabido durante años que hay costos por enfrentarse a Donald Trump”.
Líderes demócratas, como Hakeem Jeffries, condenaron la imputación como “un ataque vergonzoso al estado de derecho” y una muestra de “corrupción maligna”, acusando a Trump de intentar “convertir nuestro sistema judicial en un arma para castigar y silenciar a sus críticos”. La fiscal general, Pam Bondi, defendió la acción, declarando que “nadie está por encima de la ley”.
De ser declarado culpable, Comey podría enfrentar hasta cinco años de prisión.
En resumenLa imputación de James Comey, un conocido adversario de Donald Trump, es ampliamente vista como una politización del Departamento de Justicia. La medida cumple con una demanda de larga data del presidente para enjuiciar a sus enemigos políticos, lo que ha generado serias preocupaciones sobre la independencia del sistema judicial y el uso del poder para fines de persecución política.