La decisión otorga a las agencias federales la autoridad para "investigar, desmantelar y disrumpir" cualquier operación asociada al movimiento antifascista.
La orden ejecutiva sostiene que Antifa es "una empresa militarista y anarquista que explícitamente llama al derrocamiento del Gobierno de los Estados Unidos" y coordina "ataques violentos". Sin embargo, uno de los artículos analizados ofrece una perspectiva crítica, argumentando que la decisión se basa en una premisa falsa. Según este análisis, Antifa no es una organización estructurada con jerarquías, sino una "etiqueta difusa" que agrupa múltiples expresiones descentralizadas del antifascismo.
La peligrosidad de la medida, según esta visión, radica precisamente en su ambigüedad, ya que permitiría al poder perseguir no hechos concretos, sino posturas ideológicas.
Se convierte en una "categoría vacía que puede rellenarse a conveniencia". Esta acción es vista como un punto de inflexión en la "arquitectura represiva estadounidense", ya que no apunta a actos, sino a afinidades políticas, abriendo la puerta a que cualquier ciudadano que disienta pueda ser señalado como "terrorista doméstico". La medida se enmarca en una estrategia más amplia de represión institucionalizada, que ya incluye el endurecimiento de leyes migratorias y deportaciones aceleradas, y se produce en un contexto de creciente polarización y violencia política, como el reciente asesinato del activista conservador Charlie Kirk.












