La medida, justificada como una operación antinarcóticos, es percibida por Caracas y otros actores regionales como una amenaza directa a la soberanía venezolana.

La ofensiva estadounidense se materializa en múltiples frentes.

El Pentágono ordenó el despliegue de tres destructores de guerra —el USS Gravely, el USS Jason Dunham y el USS Sampson— junto a un escuadrón anfibio que transporta a más de 4.000 infantes de marina, un submarino nuclear y aviones de vigilancia P-8 Poseidon.

Esta movilización es descrita como la mayor en la región desde la invasión de Panamá en 1989. Paralelamente, la Casa Blanca ha endurecido su retórica; la portavoz Karoline Leavitt afirmó que Washington está preparado para "usar todo su poder" y calificó al régimen de Nicolás Maduro como un "cartel del narcotráfico". Esta narrativa es reforzada por el director de la DEA, Terry Cole, quien acusó a Maduro de colaborar con grupos armados colombianos para enviar "cantidades récord de cocaína" a Estados Unidos. Además, el gobierno de Trump duplicó la recompensa por la captura de Maduro a 50 millones de dólares. La respuesta de Caracas ha sido contundente. Maduro ordenó la movilización de 4,5 millones de milicianos para defender el territorio, calificando la acción estadounidense como una "amenaza extravagante, estrambótica y estrafalaria" de un "imperio en decadencia".

El ministro de Defensa venezolano, Vladimir Padrino López, advirtió que una agresión no solo sería contra su país, sino contra toda Latinoamérica.

La situación ha generado preocupación en la región, con líderes de México y Colombia rechazando el intervencionismo y pidiendo soluciones pacíficas.