La presión de los familiares de los rehenes y de la comunidad internacional se contrapone a la férrea oposición de los sectores ultranacionalistas de su coalición de gobierno. Desde el inicio de la guerra, la sociedad israelí ha estado profundamente dividida. Por un lado, el movimiento de los familiares de los rehenes ha organizado manifestaciones masivas, como la que congregó a 350.000 personas en Tel Aviv, exigiendo un acuerdo inmediato para la liberación de sus seres queridos. Este sector de la población, junto con una parte considerable de la ciudadanía, considera que el gobierno ha abandonado a los cautivos y aboga por negociar el fin de la guerra. Por otro lado, Netanyahu está presionado por los partidos de extrema derecha de su coalición, que rechazan cualquier tipo de concesión a Hamás y exigen mantener las operaciones militares hasta la “eliminación total del grupo”.

Para estos sectores, un acuerdo que no culmine con una victoria militar completa sería una capitulación.

Esta tensión coloca al primer ministro en una posición precaria: aceptar el acuerdo podría aliviar la presión internacional y responder a las demandas humanitarias, pero corre el riesgo de fracturar su gobierno y provocar su caída. La ratificación del pacto en el gabinete de seguridad israelí es, por lo tanto, un paso crucial y altamente incierto, que definirá no solo el futuro inmediato del conflicto, sino también la estabilidad política de Israel.