El conflicto es descrito como un “espejo donde se refleja el colapso moral del centro imperialista”.
Ha surgido una brecha significativa entre las acciones de los gobiernos occidentales, que históricamente han apoyado a Israel, y el sentimiento de sus poblaciones. En España, por ejemplo, un informe del Real Instituto Elcano indica que el 82% de la población apoya a Palestina. Esta presión pública ha obligado a algunos gobiernos, como el de España, a hacer “gestos calculados para calmar la conciencia de su electorado”. El análisis argumenta que la narrativa de Occidente como “faro de derechos humanos y civilización” se está desmoronando ante su percibida complicidad en el “genocidio televisado”. Esta situación es vista no como una traición a los valores occidentales, sino como la exposición de una “construcción propagandística” que legitimaba un orden mundial colonial. El conflicto actúa así como un catalizador, rompiendo un “pacto tácito entre dominantes y dominados” y creando una fisura histórica entre los pueblos y sus élites.
Esta crisis es además explotada por facciones políticas de derecha, que utilizan una retórica antiinmigrante y antimusulmana.