La administración Trump se vio obligada a maniobrar entre dos de sus aliados estratégicos más importantes en Oriente Medio: Israel y Qatar.
El presidente Donald Trump expresó públicamente su descontento, afirmando: "No estoy entusiasmado con toda la situación... Estoy muy descontento con ello".
Calificó el episodio como un "desafortunado incidente" y enfatizó que Estados Unidos no tuvo participación alguna, aunque la Casa Blanca confirmó que fue notificada por Israel momentos antes del ataque.
Esta situación es particularmente delicada porque Qatar alberga la mayor base militar estadounidense en la región y ha sido un mediador crucial en el conflicto, a petición de Washington. Simultáneamente a la crisis, el secretario de Estado, Marco Rubio, se encontraba en Israel reafirmando el "apoyo inquebrantable" de EE. UU. a su aliado y exigiendo el desarme de Hamás.
Esta dualidad de mensajes evidencia la difícil encrucijada estadounidense: por un lado, mantener su férrea alianza con Israel y, por otro, no alienar a Qatar, un socio indispensable para la estabilidad y la proyección de poder estadounidense en Oriente Medio. La inacción de Washington ante el ataque fue vista por algunos gobiernos árabes como una traición y una prueba de la poca fiabilidad de sus pactos de seguridad.