En el puerto, bandas como Los Shottas, Los Espartanos y Los Chiquillos libran una guerra por el control de rentas criminales, convirtiendo barrios como La Magdalena y El Gaitán en pueblos fantasma con fronteras invisibles y casas abandonadas. La violencia permea todos los aspectos de la vida, al punto que los niños juegan a ser los hombres armados que patrullan sus calles. Un reciente atentado con explosivos en una de las vías principales de la ciudad es un recordatorio de la fragilidad de la seguridad. En la zona rural, la disputa es entre el ELN, el Clan del Golfo y las disidencias de la columna Jaime Martínez. Comunidades como la de San Isidro han sido desplazadas masivamente, viviendo en condiciones precarias en albergues urbanos solo para retornar a un territorio donde la guerra se ha intensificado. A esta violencia se suma el conflicto socioambiental en la región del río Naya, donde la minería ilegal de oro, controlada por grupos armados, contamina las aguas con mercurio y destruye los medios de vida tradicionales. La resistencia de comunidades como la de Yurumanguí ha sido pagada con la vida de sus líderes. La sensación generalizada es de abandono, como lo ilustra un residente que en un viaje de tres horas puede cruzarse con siete ejércitos distintos: “Voy a ir todo el rato con terror”.
