La intención del Gobierno de gravar con impuesto de renta las actividades comerciales de las iglesias que no están directamente asociadas al culto ha reabierto un debate nacional sobre la laicidad del Estado, la equidad tributaria y los privilegios fiscales de las confesiones religiosas. La reforma tributaria establece que las iglesias y confesiones religiosas con ingresos provenientes de actividades mercantiles —como cafeterías, centros vacacionales, estacionamientos o venta de publicaciones— deberán pagar impuesto sobre la renta como cualquier otra entidad comercial. El Ministerio de Hacienda ha recalcado que “no se gravan cultos religiosos de ninguna iglesia, sólo las actividades comerciales”.
Sin embargo, la propuesta ha sido rechazada por líderes religiosos.
El pastor Jemmay Andrés Figueroa Cuéllar argumenta que gravar estas actividades “desconoce la misión social que estas cumplen”, ya que los recursos generados “no buscan lucro personal, sino sostener obras sociales, educativas y espirituales”.
Por otro lado, organizaciones como Dejusticia han defendido la medida, apelando a los principios del Estado laico y señalando que las exenciones tributarias a las iglesias ignoran que algunas “han amasado grandes fortunas” y pueden convertirse en “centros de lavado de activos sin un riguroso control estatal”. Este punto de la reforma pone sobre la mesa la discusión sobre dónde termina la actividad religiosa y dónde comienza la económica, un tema incómodo pero necesario para la equidad fiscal del país.
En resumenGravar las actividades comerciales de las iglesias enfrenta la necesidad de recaudo del Gobierno y el principio de equidad fiscal con el rol social y la autonomía financiera que reclaman las organizaciones religiosas, destacando una tensión fundamental en un Estado laico.